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domingo, 6 de febrero de 2022

LA NIEBLA EN LOS CANALES [o contra la peste de la guerra. Cuento negro...]

       Le Radeau de la Méduse. Theodore Gericault


No sé. No sé si, tal vez, todos los días son iguales, como los hijos espurios que continuará pariendo la niebla al amanecer. No sé si, tal vez, habrá un lugar en el mundo donde el reflejo de las cosas en los estanques sea nítido: porque estos canales, donde no corre el agua ni se renueva, son tan opacos como la muerte. Aunque me detengo, y los miro; o penetro en el movimiento de las ondas y participo de su fruición demoníaca; no, no conceden la gracia de revelarse. No: de los canales sólo emergen los cuerpos inertes que la peste se ha cobrado en tributo a su ferocidad: flotan sin rumbo, o en el rumbo hacia el infierno; desde aquí ya escucho sus desmedidas arcadas, o el lamento doliente de los condenados. Los hambrientos son una legión informe, sombría que va recorriendo, encenagando los últimos relámpagos de luz, rebañando migajas y desperdicios. Las campanas resuenan como látigos, tan cerca que, parece, tira a tira me despellejaran, y sobrevuelan los canales anunciando un juicio final que no acaba; dan las horas que nos quedan, dan y doblan. En estos tiempos la incertidumbre, como una bruma fría, húmeda e impenetrable hurga en los corazones de los mortales.


Se mueve la barca, como una estéril balsa de náufragos medusinos que parece, que me transporta; pero no incide la mirada más que un palmo en el vientre de la tiniebla. El canal es tan estrecho que roza el flanco de la embarcación con la orilla: escucho el golpetear de muro y paquebote, que parece quebrarse, luego el largo, elástico deslizamiento que chirría; aguardo, retengo la respiración en la espera de hundirme hasta que acaba esta berrea o estridente llamada del abismo; mas otra vez navego. Sí, creo que a veces me asalta el vómito a la boca, que estoy también infectado, así espero como los otros en este abandono, ese beso de hielo hacia el alba, cuando el cierzo corte como un bisturí.

Porque es primavera y sólo percibo, sin embargo, el perfume de las hojas muertas, como un otoño en el bosque descompuesto en un amasijo sin nombre, ya cosa, alfombrando el suelo; un hedor penetrante, que impregna el alma; un velo, ligeramente vaselinado, que lo mezcla todo, como esta niebla, como el humo de las hogueras que centellean, amenazan con incendiar Venecia. Sus llamas son afiladas como largos brazos que dan un pastoso barniz de sangre y pinceladas toscas, enaltecidas que purifican una ciudad fantasmagórica ya, apenas, reconocible, desfigurada y crepitan, y a ellas, cruentas e indolentes, se entregan en el delirio los mártires que espeluznantemente vociferan. Es una bruma irreal que por los resquicios de la heridas duele en la médula de los huesos; es una fiebre y me revienta en un lamento callado; una desesperanza como extrañamente ajena, como la de otro al otro lado de las aguas, sumergido: advierto su pantomima, se ahoga, ya que un nudo le aprieta en la garganta; sólo genera burbujas y, en las burbujas, silencio. Entonces tumultuosamente relampagueando me recorre un pánico por la espalda, un presagio preñado de electricidad; chapoteo, huyo; la barca continúa su trayectoria inverosímil; huyo, me ahuyenta un no sé qué de hastío y desconsuelo. Ya devastados se han borrado los senderos o los carcome la nada; en mitad a ninguna parte, auscultando el aire emponzoñado, en algún lugar de este ciego reino sólo hallo voces rotas y, de a poco, unas y otras se relegan, se van perdiendo, lejanas y diminutas, en el fragor de otros ruidos. Las palabras se despojan de sus límites arquitectónicos convertidas, ahora, en fieras desgarraduras; ya parecen ruidos deformes y los gestos, muecas sin sentido, involuntarios. Las palabras brotan como supuran las bubas podridas de los apestados: de pronto, como una hemorragia umbrosa; ya no dirigen nuestros pasos como bujías que alumbran el temblor de una revelación.

Sé que el reloj del torreón cohabita con la locura, y sus jadeos burlones se me adhieren a la piel como aceite hirviendo. Se balancea en la orilla una guadaña que se refleja en el agua estancada de los canales, tan cerca que hiela su aliento de acero templado; se detiene en mí una mirada vacía y hueca en un rostro óvalo sin rasgos, sin nombre: es una gigantesca mantis sutil e inmóvil recreándose en el insecto al que va a dar caza, espera el oportuno instante y en veloz zarpazo lo atrapa, despacio lo devora, aún, vivo en lenta agonía. No me muevo y casi ni respiro; nada parece moverse, sólo las luciérnagas a lo lejos, y las candelas de los puentes que danzan en secreto gozo y sordamente sobre el semblante de las aguas. «No te muevas», murmuro: «quizá te ignore. He de parecer muerto en mímesis con el aire, que no corre. Ni siquiera pienses: produce, también, un hilillo sonoro que te delataría. Me apago como se apaga una postrera vela; se consume gota a gota y ya no siento el escozor de la quemadura; voy apagándome y todo es distante, la penumbra es algodonosa en la catedral y a la altura de las crucerías navegan, o vuelan unas cigüeñuelas blancas que abandonan una estela quebradiza, ingrávida en el aire, así me ensordece su molicie; refulge un resplandor: Laura elevada aparece, junto al frontal catedralicio en la mandorla del pantocrátor, tenue como una epifanía o una fugitiva cazadora; sonora, como un laberíntico bosque poderosamente aventado... Otros aleteos, otras aves se despliegan, rellenan el espacio frío, y lo satura el martilleo de los picotazos en las columnas, en la bóveda devolviendo el vacío un terrible eco que, al choque contra las cristalerías multicolores, rotas estallan en pedazos; y se derrumba, piedra a piedra, la catedral; se desploman las imágenes sacras y se esparcen sus restos en un estampido; mientras murmuro su nombre, Laura se deshace. «¡Responde!». Nadie, nada responde, salvo un gruñido en el altar escurriendo su fosca voz como una serpiente por las losetas satinadas de mármol de Ferrara. Mientras caen los bloques de piedra, retumban y levantan una nebulosa de polvo: es niebla, y sabe amarga como el sudor salando las heridas. Parece que el cielo anunciara su caída inmediata sobre la tierra, porque ya no se sostiene: Venecia es un clamor de escombros caer, y las candelas del puente se dirigen a mí y me rodean las luciérnagas casi devorándome los ojos. No. Son, sí... las candelas chasqueando de una muchedumbre que se acerca en una barcaza, una enorme sombra sin rostro que da a luz la niebla; me levantan, me zarandean; no puedo moverme, y los brazos pesan como muertos; no puedo articular palabra que les indicara que estoy vivo. De la barcaza transfieren mi cuerpo inerme a un carretón; noto el trastabillar de las ruedas de madera sobre el adoquinado, y las pisadas del caballo que, a duras penas, arrastra esa carga apocalíptica. A mi lado otros cadáveres, también, se retuercen como colas de lagartija recién cortadas; y en este viaje incierto, recodo a recodo del camino, crece la pila de bultos sórdidos impidiendo moverme, ahogando este anhelo último de evasión. «¡Estoy vivo!». El carruaje avanza y, en su infinito avance, parece que hablara, o es el fragor de las ruedas rezongando. Reniegan los condenados, se agitan y suplican clemencia, arrastrando sus despojos y fragmentos en una saturnal desenfrenada, tal vez, celebrando el triunfo de la muerte. Se agolpan; me recubre el peso de una montaña, es detritus y me inmoviliza: casi sin resuello, ahora la esperanza irrespirable es un harapo que no abriga y ya no sirven los remiendos a última hora. Intento zafarme de esta hedionda vorágine que me traga, estiro los brazos en un esfuerzo imaginario y, despegando los labios como cosidos, intento el grito; pero no brota, y ya el fuego me abraza con sus puntiagudas espinas en el vórtice de este dolor indefinible, me envuelven las llamas...

Nihil Scitur.

[La Bitácora Del Filósofo Errante. Daniel Espín López]

jueves, octubre 12, 2006

--- TRADUCTION ---

LE BROUILLARD DANS LES CANAUX [ou contre la peste de la guerre. Récit noir...]

Je ne sais point. Je ne sais pas si, peut-être, tous les jours sont égaux, comme les fils bâtards que le brouillard continuera à mettre bas à l'aube. Je ne sais pas si, peut-être, il y a dans le monde un endroit où le reflet des choses dans les étangs est net: car ces canaux dans lesquels l'eau ne coule ni ne se renouvelle sont aussi opaques que la mort. Cependant je m'arrête et les regarde; ou je pénètre dans le mouvement des vagues et participe à leur  jouissance démoniaque; Non, ils ne concèdent point la grâce à se révéler. Non: Des canaux n'émergent que les corps inertes que la peste a pris comme tribut à sa férocité: ils flottent à la dérive, ou cap à l'enfer; Dès ici j'écoute leurs nausées démesurées, ou le gémissement souffrante des condamnés. Les affamés sont une légion informe, sombre, qui parcourt, qui emboue les dernières éclairs de lumière, qui épuise des miettes et des déchets. Les cloches retentissent comme des fouets, si proches que, me semble-t-il, elles m'écorchent coup par coup, et elles survolent les canaux en annonçant un jugement dernier qui n'achève jamais; elles sonnent des heures, celles qui nous restent, sonnent et résonnent. L'incertitude, comme une brume froide, humide et impénétrable, en ces temps, fouille les coeurs des mortels.

La barque bouge, comme une stérile radeau des naufragés médusins et me semble-t-il qu'elle me transporte; mais le regard ne perce qu'un empan dans le ventre des ténèbres. Le canal est si étroit qu'il effleure le côté du bateau avec le bord . J'écoute le claquement du mur et du paquebot, qui semble se briser, ensuite le longue, élastique glissement qui grince; j'attends, je tiens la respiration en attendant de m'effondrer jusqu'à la fin de ce brame, de ce strident appel de l'abîme; mais je navigue encore. Si, je crois que parfois le vomissement monte dans ma bouche, que je suis aussi infecté, donc j'espère comme les autres dans cet abandon, ce baiser de glace jusqu'à  l'aube, quand le cierzo coupera comme un scalpel.

Car il est Printemps et je ne perçois, pourtant, que le parfum des feuilles mortes, comme un automne dans la forêt décomposée en un fouillis sans nom, déjà chose, en tapissant le sol; une pénétrante puanteur, qui imprègne l'âme; un voile, légèrement vaseliné, qui mêle tout, comme ce brouillard, comme la fumée des feux qui scintillent, menacent d'incendier Venise. Leurs flammes sont aiguisés comme de longues bras qui mettent un pâteux vernis de sang et traits bruts, soulevées, qui purifient une ville déjà fantomatique, à peine reconnaissable, défiguré; et crépitent, et à elles, sanglantes et indolentes, se livrent au délire les martyrs qui vocifèrent horriblement. C'est une brume irréelle qui par les fentes des blessures fait mal dans la moelle osseuse; c'est une fièvre et elle m'éclate dans une plainte calme; une désespoir comme étrangement extérieure, comme celle d'autrui à l'autre côté des eaux, sombré: je tiens sa pantomime, il se noie, puisqu'un noeud lui serre dans la gorge; il n'engendre que de bulles et, aux bulles, silence. Puis, comme un éclair, une panique parcourt mon dos, tumultueusement, un présage imprégné d'électricité; je patauge, je fuis; la barque poursuit sa trajectoire invraisemblable; je fuis, un je ne sais quoi de lassitude et de chagrin m'effraye. Déjà dévastés les sentiers se sont effacés ou sont rongés par le néant; au milieu nulle part, auscultant l'air empoisonné, quelque part dans cet aveugle royaume je ne trouve que des voix brisées et, peu à peu, elles se relèguent les unes les autres, [se perdent], lointaines et minuscules, dans le fracas d'autres bruits. Les mots se dépossèdent de leurs limites architectoniques devenus, maintenant, en fières déchirures; elles semblent déjà des bruits déformées et les gestes, des grimaces dénuées de sens, involontaires. Les mots éclosent telles que suppurent les bubons pourris des pestiférés: tout d'un coup comme un ombragé saignement; ils ne dirigent plus nos pas comme des bougies qui allument le frémissement d'une révélation.

Je sais que l'horloge du donjon cohabite avec le délire, et ses sifflements moqueurs adhèrent à ma peau comme de l'huile bouillante. Se balance sur la rive une faux qui se reflète dans l'eau stagnante des canaux , si près que me gèle sa haleine en acier trempé; s'arrête sur moi un regard vide et creux sur un visage ovale sans traits, sans nom: c'est une mante religieuse gigantesque, subtile et immobile [s'en vautrant] dans l'insecte dont elle va chasser, elle attend le bon moment et elle l'attrape en un coup de griffe rapide, lentement elle le dévore, toujours, en vie en lente agonie. Je ne bouge point et  je respire à peine; rien ne semble bouger, seulement les lucioles au loin, et les chandelles des ponts qui dansent en secrète joie et sourdement sur le visage des eaux. «Ne bouges pas», je murmure: «peut être qu'elle t'ignore. Je dois sembler mort en mimétisme avec l'air, qui ne se déplace point. Ne penses même pas: ça produit, aussi, un filet sonore qui allait te dénoncer. Je m'éteins comme une dernière bougie; elle se consume goutte à goutte et je ne ressens plus la démangeaison de la brûlure; je m'éteins et tout reste lointain, la pénombre est cotonnière à la cathédrale et à la hauteur des croisées naviguent ou volent des échasses blanches qui abandonnent un sillon friable, en apesanteur dans l'air, comme ça leur mollesse m'assourdit; un éblouissement scintille: Laure apparaît élevée,  à côté de l'avant de la cathédrale dans le mandorle du Pantocrator, ténue comme une épiphanie ou une fugitive chasseuse; sonore, comme une labyrinthique forêt puissamment éventée... D'autres ailerons, d'autres oiseaux se déploient, remplissent l'espace froide, et le sature le martèlement des coups de bec dans les colonnes, à la voûte, en rendant le vide un terrible écho qu'au choc contre les verreries multicolores, brisés éclatent en couleurs; et s'effondre, pierre par pierre, la cathédrale; s'écroulent les images sacrées et s'écroulent ses restes avec une détonation; alors que je murmure son nom, Laure s'évanouit. «¡Réponds-moi!». Personne, rien ne répond, sauf un grognement à l'autel en égouttant sa voix rêche comme une serpent par les dalles satinés en marbre de Ferrare. Entre-temps tombent les blocs de pierre, résonnent et soulèvent une nébuleuse de poussière: c'est du brouillard, et il a un goût amer comme la sueur qui sale les blessures. On dirait que le ciel a annoncé sa chute immédiate sur la terre, parce qu'il ne se soutient plus: Venise est une clameur des décombres tomber, et les chandelles du pont s'adressent à moi et m'encerclent les lucioles en engloutissant mes yeux. Non. Ce sont, oui... les chandelles, en claquant, d'une foule qui s'approche sur une péniche, une énorme ombre sans visage que le brouillard donne naissance; ils m'enlèvent, ils me secouent; je ne peux pas bouger, et les bras pèsent comme des morts; je ne peux pas articuler une parole qui leur indiquerait que je reste en vie. Du péniche ils transfèrent mon corps sans défense dans une charrette; je remarque le trébuchement des roues sur le pavement, et les traces du cheval qui, à grand-peine, entraîne cette charge apocalyptique. À côté de moi d'autres cadavres, aussi, se tordent comme des queues de lézard fraîchement coupées; et dans cette voyage incertaine, détour par détour du chemin, il croît le pile des colis sordides qui m'empêchent de bouger, qui étranglent cette dernière volonté d'évasion. «Je suis vivant!». La charrette avance et, dans son avance infinie, semble parler, ou  c'est le choc des roues en rouspétant.Les condamnés apostasient, ils s’agitent et mendient la clémence, en entraînant leurs déchets et leurs fragments dans une saturnale effrénée, peut-être, en célébrant le triomphe de la mort. ils s'amoncellent; le poids d'une montagne me recouvre, c'est du détritus et il m'immobilise: presque sans sifflement, maintenant l'espoir irrespirable est un haillon qui n'abrite point et les rapiéçages de dernière minute ne fonctionnent plus. J'essaie de me défaire de ce tourbillon puant qui m'avale, j'allonge les bras dans un effort imaginaire et, en décollant les lèvres comme cousues, j'essaie le cri; mais il ne jaillit pas, et le feu m'embrasse déjà avec ses épines pointus dans le maelström de ce douleur indéfinissable, les flammes m'entourent...

Nihil Scitur.

 





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